jueves, 17 de septiembre de 2009

A los maestros, que son capaces de cuidar los sueños

Por Angela Pradelli (escritora y docente, Premio Clarín de novela)
Clarín, 15 de septiembre de 2009

En aquella escuela nocturna, todos los días, a las 9 de la noche, el alumno del primer banco de la fila de la pared apoyaba la cabeza sobre la tabla de madera y al instante se quedaba dormido. Era un curso de 1° año de una escuela de Lomas de Zamora. A principio de año el director nos había advertido que sería un curso difícil: el grupo estaba formado en su mayoría por alumnos que habían sido expulsados de otros colegios y estudiantes que habían repetido dos y tres veces.

Recuerdo que recién habían transcurrido las primeras semanas cuando una noche dos estudiantes se pelearon a la salida de clases y uno de ellos terminó internado por los golpes. Al otro día el estudiante concurrió a clase como si nada, pero antes de terminar la hora de literatura sacó una sevillana para arreglar sus cuentas pendientes. Ese era el clima de los primeros días, pero la verdad es que, después de las primeras semanas, fuimos encontrando entre todos, alumnos y profesores, un camino que si bien nunca nos libró de sobresaltos, lo cierto es que pronto aparecieron otros signos que indicaban que por esa ruta podíamos transitar también las esperanzas.

Con el tiempo supimos los docentes que el alumno que se sentaba primero en la fila de la pared y se quedaba dormido a las 9 de la noche trabaja en un hospital de Buenos Aires limpiando pisos durante todo el día. El chico vivía en Guernica, entraba a las 5 de la mañana a su trabajo y salía del hospital con el tiempo justo para tomar el tren en Constitución y llegar a Lomas para terminar la secundaria en el turno de la noche que terminaba a las 22 hs. El alumno estaba rendido y cualquiera podía comprender tanto esa situación que, algunos docentes, cuando advertíamos que el estudiante se había dormido, bajábamos la voz para que pudiera descansar aunque fuera sobre esa tabla de madera dura.

Así las cosas, durante el resto de la hora evitábamos los ruidos que pudieran despertarlo y la clase se desarrollaba a media voz en cualquiera de las actividades: lecturas, análisis de textos, corrección de ejercicios. Ese año, el 11 de septiembre, cuando los profesores entramos al aula, encontramos una frase escrita con letra grande en el pizarrón: "Maestros, gracias por cuidarme los sueños". Aquel alumno, sin quererlo, había enunciado de la mejor manera uno de las funciones más trascendentes del trabajo de un docente.

Cuando se reflexiona sobre la figura de los maestros y la importancia de su rol en el desarrollo de las sociedades suelen instalarse algunas preguntas que parecieran venir a buscar más bien respuestas que abrevan su mirada en unas u otras teorías pedagógicas y corrientes didácticas.

Pero ¿qué hace que algunas mujeres y algunos hombres sean reconocidos como maestros más allá de sus títulos habilitantes? ¿Cuál es el lazo que une a un maestro con su discípulo en una tensión que no carece de conflictivo? En Zen en el arte del tiro con arco, Eugen Herrigel afirma que un verdadero maestro "no necesita, como el pintor, de lienzo, pinceles ni colores. No necesita, como el arquero, de arco, flecha ni blanco, ni de otros recursos. Se sirve de sus miembros, de su cuerpo, cabeza y órganos. Su vida en el Zen se expresa por medio de todos esos instrumentos importantes como manifestaciones suyas. Sus manos y pies son los pinceles. Y todo el universo es el lienzo sobre el cual pintará su vida durante setenta, ochenta y hasta noventa años". El cuadro así pintado se llama "historia".

Pero la vida de un maestro depende de la existencia de sus discípulos. Es el vínculo con su discípulo lo que hace posible que la figura de un maestro resplandezca e ilumine a su vez la oscuridad de ciertos momentos de la historia social y también personal y es esa relación de enfrentamiento lo que permite que entre el maestro y los alumnos se concreten la enseñanza y los aprendizajes.

La conexión entre maestros y discípulos se construye a partir de los diálogos y es la conversación entre unos y otros el espacio en el que se plasma uno de los misterios más ricos de ese vínculo: la transmisión. Lejos de leerse como una frustración, resulta conmovedor que los especialistas no hayan podido aún terminar de explicar el enigma de esa entrega y los fuertes lazos que se da muchas veces entre docentes y alumnos.

Se observa en los buenos maestros: hay algo del orden de lo sagrado que respira en ese diálogo donde se concreta la transmisión. Por eso cabe que suenen hoy acá las palabras de Isidoro Blainstein. Es que "El tigre no teoriza sobre su tigritud -afirmó el autor-, el tigre salta". Aun cuando un maestro respete un programa de contenidos, lo que él tiene para transmitir a sus alumnos rebalsa los bordes de los diseños curriculares y corre por otros cauces.

Esa será la razón por la que los grandes maestros, aun en el marco de programas perimidos y contenidos cuestionados, siempre nos seduzcan con sus clases. El magisterio, aun en la imposibilidad de su explicación total, o quizá justamente por eso, instala en la conciencia de quienes lo ejercen la certeza de tener un futuro por delante.

George Steiner dice que un maestro es "sencillamente, alguien que goza de un aura casi física y en quien resulta casi tangible la pasión que desprende".

Celebremos por estas horas la vida de nuestras maestras y maestros, en suma, gente esencial en la vida de cada uno de nosotros porque, como bien observó aquel estudiante de la escuela nocturna, fueron capaces de permitirnos siempre los sueños.

http://www.clarin.com/diario/2009/09/15/opinion/o-01998957.htm

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